domingo, 11 de mayo de 2008

La cara oculta (Parte 1)

En realidad, Luis era muy apreciado en su oficina: edad mediana, aspecto cuidado, comportamiento afectuoso pero correcto y eficiencia siempre a la altura de las dificultades. Nadie en su trabajo conocía su pequeño secreto, ése que le atormentaba día y noche, que le obsesionaba hasta el punto de hacerle casi enloquecer cada vez que se asomaba a su interior. No era digno, y él lo sabía, de la devoción que los suyos: subordinados, compañeros y jefes le profesaban. ¿Hasta cuando podría mantener esa ficción? Esa pregunta resonaba en su cerebro todas las madrugadas, antes de que el sueño, por fin, se impusiera a su delirio febril y consiguiera dormir a duras penas un par de horas. Cuando puntualmente, a las 6’45 la voz del locutor de turno se materializaba a través del radio despertador, Luis cobraba poco a poco conciencia de su estado lamentable. Se levantaba soñoliento y abotargado, con la cabeza llena de plomo, sin ganas de pensar, sin ganas de vivir una vida fingida que ya no quería seguir fingiendo. Tan solo la ducha templada y un humeante café le proporcionaban la energía necesaria para encarar otra jornada. Aquel día, pues, no había sido distinto de tantos otros ya vividos y regresaba, al anochecer, a su casa, agotado por el trabajo y hastiado de su propia impostura.
Al entrar en el portal se cruzó con la vecina del primero B y tan solo pudo musitar un buenas noches, sin casi atreverse a mirarla a la cara: seguro que si sus ojos se encontraban, ella comprendería su mezquindad. Entró en el ascensor y maquinalmente pulsó el botón de su piso. Salió del ascensor y abrió la puerta de su casa y con la misma parsimonia de todos los días dio comienzo a su infierno privado. Una vez a solas era libre. Libre para lamentar todas las metas no logradas, bien por haber seguido un camino erróneo, bien por no haberlo siquiera intentado. En ese momento del día aún quedaba una esperanza, era posible que rebuscando en sus recuerdos encontrara alguno por el que mereciese la pena haber vivido, que lo redimiese de la abyecta situación en que se encontraba y que aportase un poco de luz al oscuro pozo de su existencia. Mientras se preparaba una taza de café tuvo una sensación de vértigo y se asustó. Ya le había ocurrido con anterioridad y sabía que no presagiaba nada bueno, pero es que, además, presentía que esta vez la batalla iba a ser definitiva: saldría victorioso o se hundiría para siempre; se recostó en la butaca y comenzó a recordar.
Se vio a sí mismo en la época en que era un adolescente soñador, planificando su futuro en el que no carecería de nada: un buen trabajo, un buen sueldo, prestigio, admiración y sobre todas las demás cosas el amor. ¡Ay el amor, que siempre le había sido negado! Nunca había encontrado la mujer que siempre soñó: Hermosa, dulce, inteligente, pero no lo suficiente para hacerle sombra a él, y sobre todo que lo admirara, que lo admirara hasta el límite mismo de la veneración. Ese ángel nunca había aparecido en su vida y ello había supuesto sin ningún género de dudas su mayor fracaso. Su vida profesional y en cierta medida la social había colmado con creces sus expectativas, pero su torpe vida sentimental empañaba sin remisión todos sus éxitos.
En cierta ocasión, cuando conoció a Laura, le pareció que estaba a punto de conseguirlo. Se trataba de una recién licenciada en económicas, sobrina o ahijada, ya no conseguía recordarlo, del director de su oficina, el señor Vilaplana. Debido a este parentesco se le habían abierto las puertas a la joven. Laura tendría por entonces, veintiséis o veintisiete años y su juventud se imponía a cualquier imperfección o defecto que se le pudiera encontrar. La frescura y lozanía de Laura unidas al afán conquistador de Luis fueron una combinación imparable. Al principio, parecía que todo marchaba sobre ruedas y que Laura y Luis encajaban muy bien, incluso este último llegó a sentirse como un moderno Pigmalión tratando de modelar a la muchacha a su antojo. Poco a poco se fue envalentonando, creyéndose un seductor, a pesar de la obvia diferencia de edad y de que él, no era precisamente del tipo que las enamora a primera vista. Al principio, algunas tímidas invitaciones: a tomar un café, a ver la película de moda; alguna cena y alguna comida, todas ellas aceptadas por Laura, le dieron la ilusión de que ese tibio sentimiento que, él estaba convencido de que era un apasionado amor, podía, si no en ese mismo momento, si más adelante, ser correspondido por ella.
Pero todo se vino abajo el día en que se anunció el compromiso oficial entre Laura y Alberto Cedillo, joven promesa de la empresa y también sobrino o ahijado, tanto da, del señor Vilaplana. Fue la propia Laura la que dio la noticia a Luis, quién sintió mucho más la humillación que la pena, aunque ambas se las guardó para sí manteniendo la compostura durante toda la jornada.
El matrimonio, que se celebró a los pocos meses, fue un fracaso, no tardando la joven pareja en separarse. Para entonces, Luis ya no demostraba, al menos en apariencia, ningún interés en Laura. Pero esa noche, la del compromiso, Luis se sentía herido, necesitaba un desahogo para su frustración y, entonces, lo hizo por primera vez. Al salir de la oficina, en lugar de ir a casa, se alojó en un hotel, utilizó un nombre falso, tal vez, ya su subconsciente delataba sus intenciones. Antes de estar lo suficientemente borracho para no poder hablar por teléfono, llamó a un anuncio de contactos. Al cabo de una media hora , la tal Marisa hacía acto de presencia . Para entonces, Luis ya no tenía muy claro por qué la había llamado; lo que menos le apetecía en ese momento era tirarse a una furcia. Además, Marisa era mayor y se veía a la legua que era una puta. Eso disgustó a Luis, que se sentía ya muy encolerizado y arremetió contra la mujer antes de que esta se diera cuenta de lo que ocurría. La golpeó muy fuerte y ella perdió el conocimiento. Entonces, asustado, pero con una rara satisfacción, huyó a su casa. La preocupación por si la prostituta lo delataba, o bien moría y era descubierto igualmente no le dejó dormir aquella noche. Pero pasaron los días y su vida transcurrió con toda normalidad. Nadie sospechó de él. Ni siquiera el suceso tuvo eco, por lo que Luis se sintió completamente impune y además era consciente de que le había entrado una especie de veneno en el cuerpo, más poderoso aún que una droga. No trataba de engañarse, se daba cuenta que le había gustado y más pronto que tarde iba a repetirlo (continuará...).
-----------------------------------------------------------------------
Autora: Avelina Chinchilla Rodríguez

No hay comentarios: